sábado, 2 de octubre de 2010

La enésima historia de un autobús

Corrí como nunca, con el desaire en los talones y la cara dilatada hasta los excesos, (y sí, los destellos del aire se destilaron en mis arterias); pero ni aún siquiera así logré escurrirme en el autobús antes de que se evaporara entre el tráfico. Entonces, esperar esperando era el único método para aferrarme a un nuevo autobús que me llevara a casa. Y me aferré, más de quince minutos después, a uno con el mismo destino que el anterior. Subí y escogí con la mirada un asiento. Me senté. El sol me amputaba las pupilas, pero me era indiferente con tal de intuir las figuras abatidas de todos los viandantes. Porque si algún día te camuflaras entre una de esas señoritas lánguidas que cruzan con desafecto los paisajes (sin otear el horizonte, ni fijarse en los semáforos ni en otra cosa que no sea su blackberry) no dudaría en bajar del autobús y correr, correr como nunca; quizás, o más bien, seguramente, con torpeza entre las piernas. Y entonces te recitaría al oído, despacito y con buena letra, con la única intención de que te fugaras conmigo a un lugar dulce y lejano, como por ejemplo, un 7ºB.