domingo, 21 de junio de 2009

Tú y yo

No debería decírtelo, pero tengo miedo. El otro día, mi conversación más relevante fue con una señora con unos ojos saltones semejantes a los de un sapo partero y una obesidad irritante (parecía uno de esos rollos de sushi relleno de marisco) que rondaría los cuarenta y tantos. Iba embutida en un vestido que le vendría, al menos, dos tallas más pequeño. Me fijé en ella dentro del autobús de la línea cuarenta y cuatro. En los autobuses, me gusta imaginar las vidas de la gente, sus sueños y sus inquietudes. ¿Nunca los has hecho? Es gratificante crear vidas grises cuando piensas que las cosas no pueden ir peor. No sé quién dijo que el mal ajeno es consuelo propio. Imaginé que a ella le quedaban, como mucho, tres horas de vida (un claro fallo cardíaco); y que habían pasado, al menos, diez años desde la última vez que habló con su único hijo. Que sí, que estas cosas me las imagino e invento todas yo, pero ¿acaso crees que distan mucho de la realidad? Quizá eso sea lo triste de los autobuses.

Retocándose en el espejo, parecía no importarle contener la respiración con tal de que algún miope o borracho se detuviera a observarla. Cuando me levanté para bajar en la parada, frente al teatro de la Gran Vía, me tocó con su rechoncho dedo índice de la misma manera que se pulsa un interruptor y me dijo:

- Tienes mala cara, ¿duermes bien?

Me quedé paralizado varios segundos, y llegué a pensar que no estaba hablando conmigo. Porque, ya me dirás que hace una completa desconocida preguntándome así, por las buenas, sobre mi salud. Al final, le contesté:

- Sueño mal. Y además, nunca me acuerdo de lo que sueño. Y eso es peor. (Porque si me traga un dragón en una pesadilla, me gustaría saberlo; pensé)

Ella sonrió, pero con una mueca tranquila, como si esperara una respuesta ingeniosa y yo hubiera fracasado en el intento. Bajé. Y se bajó conmigo. Me quedé mirándola un instante, y ella me miró.

- Tengo un hijo que tendrá más o menos tu edad, ¿sabes?

Salí corriendo. Seguramente ambos se hablen y cuenten chistes verdes mientras comen pavo en Navidad, pero a mí se me agrietaron los pulmones en un solo grito ahogado, al pensar en la posibilidad de que aquella mujer obesa llevara diez años sin hablarse con su único hijo y que únicamente le restaran tres horas de vida (un claro fallo cardíaco).

Y aunque nunca lo llegues a entender, porque ni siquiera yo lo entiendo, por eso tengo miedo. Miedo de que algún día, alguien como yo, al verme en un autobús, piense que tú y yo jamás vayamos a encontrarnos.