miércoles, 4 de julio de 2007

Capítulo primero: El prostíbulo

Eran las trece de la mañana. Un imperceptible fotón activaba un fotosistema de la membrana tilacoidal en el interior de cualquier cloroplasto situado en una célula de la séptima hoja más pequeña de un árbol indeterminado. Una mosca, no muy alejada, paladeaba espesamente el sabor dulce de la muerte, porque sí, las moscas también mueren. Siempre al mismo tiempo, un gato negro intentaba arrojarse en caída libre desde un tercer piso, porque también los gatos tienen tendencias suicidas.

Armando García, hombre de pocas palabras, ensimismado y atento; miraba desde el balcón el extraño trayecto que hace una bolsa de papel arrastrada por el viento. No hacía mucho que se había instalado en aquel lugar, sucio y barato; ubicado en una de esas calles condenadas al silencio, frías y sombrías, que sólo despiertan los fines de semana por el insoportable ruido provocado por el impacto de cristales contra el suelo, cánticos, risas, insultos y peleas entre dramáticos borrachos.

Desde cualquier rincón de aquel pasadizo de piedra y asfalto se podían escuchar nítidamente los mecánicos gemidos de las prostitutas como berrinches de búho noctámbulo. Eso y nada más. Quizás el canto desorientado de un humilde pájaro a la deriva o el sonido de un motor de coche a deshora; sin embargo era aquel murmullo voluptuoso el que marcaba el tiempo en aquel insólito espacio.

Las prostitutas no solían salir de su local, un cuchitril con luces de neón oxidadas que escondían soledades de vértigo. Armando sabía que eran tres. Señoritas lánguidas y envejecidas, con una belleza oculta tras las tristes ojeras de sus ojos maquillados con pestañas postizas y miradas perdidas en recuerdos taciturnos. Intuía, por los gritos de algún degenerado huraño, que una de ellas se llamaba Lulú, o al menos, así la aclamaba triunfante.

Hoy Lulú tenía visita. Había visto a ese hombre esperar avergonzado, sudando una mezcla de rubor y entusiasmo, mientras el anterior cliente recogía satisfecho la ropa y las migajas de honra que le quedaban. Se incorporó con descaro. Armando escuchó tenuemente la conversación entre ambos:

- ¿Qué tal está Claudia?- preguntó Lulú
- Te he dicho mil veces que no cotillees mi cartera.
- Ya ves, el ser humano es un animal de costumbres.
- No te pago por hablar. Haz tu trabajo.

Y entró. Armando imaginó la expresión apática y desalentada que debió esculpir Lulú. Aquel hombre pasó toda la tarde allí. Cuando se marchó, el sol se fugó con él. Las tres mujeres comenzaron a discutir entre ellas. Al parecer hoy habían ganado menos dinero que en otras ocasiones. Dinero, siempre el dinero. Al fin y al cabo, hacían eso por dinero.

Mientras, había comenzado la fase oscura de la fotosíntesis en el interior de una célula de cualquier hoja de aquel árbol indeterminado, el exoesqueleto de una mosca disfrutaba de un indigno entierro rodeado de colillas y basura, y el cadáver de un gato negro saludaba a la inquietante penumbra esclarecida por la tenue luz que irradiaban una serie de farolas isabelinas, dispuestas con una espeluznante precisión a lo largo de aquel sinuoso pasadizo. Armando miraba atónito cómo la luna plateaba armoniosamente los desgastados adoquines.