Armando le odiaba con todas sus fuerzas. A menudo, le escuchaba llegar a su casa borracho, con su aliento repulsivo y una voz que delataba que había bebido unas copas de más. Su fiel esposa, una jovencita llamada Claudia, soñadora pero amargamente resignada, se sentaba desconsolada en el sofá esperando que su marido apareciera, y una vez lo hacía, le recriminaba llorando su tardanza y estado. No hacía mucho que se había quedado embarazada, pero a él eso le daba igual, le arreaba un buen bofetón cuando tenía la oportunidad. Armando escuchaba los trágicos gritos de la pobre mujer, y entonces deseaba entrar por la puerta y tirar a ese hombre por la ventana, aunque siempre se daba cuenta antes de siquiera levantarse que la vida de las personas corrientes no es una película de cine.
Pese a las constantes palizas, Claudia estaba ciegamente enamorada de su marido; parecía que se encontraba en un estado continuo entre la vigilia y el sueño, en el que había encontrado su espejismo ideal, aunque éste se tornaba en ocasiones en el delirio más mundano. Soportaba heroicamente aquellos castigos injustificados, hacía oídos sordos a los verdaderos rumores de las vecinas sobre los escarceos del político y ayudaba a su patético marido cuando llegaba ebrio.
Pero cuando la criatura de sus entrañas tenía cinco meses, el príncipe de los váteres desapareció como cualquier palabra en el aire. Las prostitutas tampoco volvieron a ver a Lulú. Los peores presagios se habían confirmado. El príncipe de los váteres cambió a Claudia por otra dulce princesita.
Claudia se sentó frente al espejo y durmió en aquella horrible pesadilla. Lloró un millón de lágrimas y desde entonces estuvo desamparada. Y sin dudarlo un instante, asesinó a su hijo suicidándose de la más triste manera.