viernes, 13 de julio de 2007

Capítulo cuarto: Escalera de los jeroglíficos

Dos. Eran dos. Dos relámpagos inconscientes, dos murmullos de ave, dos tortugas cualesquiera abrazándose en el grotesco paisaje de células descuartizadas por el ruido triste de dos miradas cuando se tocan. Cuando concluyó la batalla, se alzó victoriosa la vanidad intrascendente del gallo de corral y se echaron a dormir.

Armando despertó con una extraña sensación de tristeza lánguida. No era por Lucía, sabía que la volvería a ver. Pero aquel instante único e irrepetible, aquel misterioso trámite, no regresaría nunca. La observó discreto, acariciándole su larga melena negra azabache. Exhibía, soñando con alguna vulgar proeza que no recordaría cuando se sacudiera de entre las sábanas, su belleza involuntaria; sin adornos ni perfume, sin cremas ni potingues, sin palabrería inocua.

Aprovechó para recorrer en silencio la casa, fisgoneando quietamente, como el fotógrafo que busca la situación perfecta en medio de una selva de sentidos. Dos manzanas en la nevera, dos retretes cotidianos, dos peluches mordaces, dos muñecas de porcelana.


Dos, dos, dos, dos. Dos pasos, dos suspiros, dos latidos. Dos, dos, dos, dos.


Salió a un patio interior, mareado, sin comprender su desorientación y fatiga fugaz. Escondidas en un rincón mágico y sombrío, como un tesoro de valientes corsarios oculto bajo la arena de una playa desconocida, unas escaleras. Armando se aproximó tímidamente.

-¡No!

Era Lucía. Armando se quedó paralizado, atónito ante el grito ahogado y débil, lleno de desesperación y cierta reprimenda, que había surgido de la garganta de la joven.

-¿Qué pasa?

-Nada, nada. No quiero que vayas ahí

-¿Guardas un muerto o qué?

Lucía lanzó una mirada asesina. Desde aquel momento, la curiosidad de Armando por aquellas escaleras aumentó. No imaginó cuerpos inertes custodiados en una cámara frigorífica ni un arsenal ilegal de armas prohibidas. No, no. No imaginó nada. ¿Qué habría tras ellas? Necesitaba saberlo. Seguro que sería una tontería, pero sus fantasías se empeñaban en decir la peor de las mentiras.

Cuando ella volvió a dormirse, se aventuró al patio, vislumbró las escaleras y se encaminó hacia ellas. Los mareos, lejos de atenuarse, surgían con mayor intensidad. Un escalón. Otro más. En un momento impreciso de aquella indiscreta escalada apareció el miedo irracional; el auténtico miedo. El miedo que aterra y nos paraliza los zapatos. Armando creía que allí arriba no habría nada, pero pese a ello estaba aterrorizado. La curiosidad lo empujaba lentamente. Un escalón. Otro más. Sentía como la cabeza le daba mil vueltas, un sudor frío frenaba cada uno de sus movimientos. Estaba a punto de desfallecer. Un escalón. Otro más.

Llegó a una especie de rellano, un pasillo estrecho y oscuro. Cayó al suelo, víctima de un dolor de cabeza insufrible. Abrió los ojos y entonces la vio, una figura extraña, una luz con forma de mujer. ¿Quién era? Parpadeó con todas sus fuerzas. Uno, dos. Cerró los ojos. Dos, dos, dos, dos.